Inicio con
ésta una serie de entradas que estarán destinadas a confesaros mis vicios
musicales de mayor envergadura, esto es, aquellas obras de música elevada,
culta, clásica o como se quiera llamarla que a lo largo de mi vida se han ido
convirtiendo en mis obras, aquellas que con mayor precisión encajan en
mi sensibilidad o que considero las más sublimes y perfectas. En definitiva,
arte por encima del bien y del mal, armonía por encima de nosotros mismos.
Vermeer: La lección de música
De todos los
géneros que conforman el espectro de la música culta siento predilección desde
hace bastante tiempo por la música de cámara. Generalmente, cuando los
compositores crean piezas para instrumentos solistas lo hacen no sólo por las
piezas en sí mismas sino para explotar su conocimiento técnico del instrumento
y sacar a relucir el virtuosismo del intérprete. Cuando abordan la gestación de
una obra orquestal lo hacen para demostrar poderío y experimentar con la alta
gama de recursos tímbricos a su alcance. A partir del romanticismo muchas veces
aprovechan la grandeza orquestal para introducir motivos literarios y
filosóficos paralelos. No digamos ya cuando estamos frente a la escritura de
obras corales y espectáculos de ópera. Sin embargo, la música de cámara es la
que más se acerca al hecho musical sin aditamentos, a lo que de hecho hace a la
música harto poderosa: su naturaleza abstracta. Es por esto que donde multitud
de piezas para instrumentos se presentan en forma de estudios, nocturnos,
baladas o conciertos, por citar unas cuantas, y donde multitud de
obras sinfónicas se presentan con subtítulos que describen su contenido, las
obras de cámara suelen quedarse en simples sonatas, tríos o
cuartetos. Es por esto que muestran la cara menos ambiciosa de sus
artífices y a la vez la más auténtica, donde realmente se manifiesta la
personalidad, la entereza y el alcance de la obra de un compositor. Y también,
pero esto ya es cosa mía, la que consigue una belleza armónica más esencial,
equilibrada, y por otra parte más difícil de lograr, al contar no sólo con un
timbre pero tampoco con demasiados, manejando los sonidos justos.
De todos los
que dedicaron una parte sustancial de su trabajo a la música de cámara, nadie
extrajo de ella nada semejante a Franz Schubert. Sus obras no siempre son
perfectas en cada compás como las de Mozart, no dinamitaron las formas y los
registros como las de Beethoven, tampoco retuercen sus armonías como las de
Brahms o Dvorak. Pero su delicadeza, refinamiento, pulcritud y pura belleza es
mucho mayor que las de todos ellos y que la de cualquier otro. Schubert es
emoción y sentimiento con mesura y contención, situado en el punto exacto que
separa la frialdad del arrebato, recogiendo lo mejor de ambos. Por si no ha
quedado claro, es mi compositor favorito.
Es por esto
que, como no podía ser de otro modo, concedo el privilegio de inaugurar la
serie a mi obra predilecta, que es de cámara y es de Franz Schubert. Se trata
del Quinteto para cuerdas en Do M, sutilísima apoteosis artística. Debo indicar
que para mí, dentro de las diversas combinaciones camerísticas hay una que
considero la más excelsa, la que de verdad contiene la Pureza del arte musical,
con mayúsculas. Se trata del tradicional cuarteto de cuerda, formado por dos
violines, una viola y un violoncello. Al conjugar esos cuatro instrumentos se
abre un mundo de posibilidades sonoras a la vez reducido e infinito, limpio y
abarcable pero con altísima capacidad de conducirnos más allá de nosotros
mismos. Tiene gracia entonces que mi obra preferida sea un quinteto, donde
Schubert, mediante la insólita adición de un segundo violoncello, consiguió
llegar aún más allá y crear la armonía más profunda que existe. No la más
profunda porque haya llegado hasta lo más hondo del arte musical, hasta su núcleo
mismo (para eso están algunas obras de Bach y Beethoven), sino por llegar hasta
lo más hondo de nosotros como sus receptores. Creo que ninguna otra obra tiene
la capacidad de penetrarte como esta, por lo menos, no de una forma tan poética
y milagrosa.
Pongámonos en
situación. Schubert, un prodigio que a los 31 años ya había compuesto 600
lieder, 9 sinfonías e innumerables obras para de piano y cámara, predijo su
temprana muerte con este quinteto, compuesto en 1828, último año de su
existencia. Lejos de ponerse trágico se decantó por lo esperanzador, si bien no
le restó un ápice de seriedad al asunto. Ante el hecho definitivo de su vida,
Schubert decidió hacer explotar (contenidamente, como acostumbraba) un
artefacto de plena belleza que resultase a la vez luminoso y tenebrista. Llama
la atención que para esta obra eligiera la tonalidad de Do M, la más básica de
todas cuantas hay, aquella con la que primero se trabaja y se aprende música,
ya que para tocar su escala no hace falta pulsar en el teclado nada más que las
teclas blancas, una tras otra. Es por esto que su empleo habitual es para temas
infantiles o motivos alegres y festivos. Sin embargo, jamás ha sonado más
oscura que este quinteto, ni se han extraído de ella unos desarrollos tan introspectivos
y de semejante emotividad.
La
demostración más palpable de ello es el complejísimo primer movimiento, de una
elegancia y exquisitez que cortan la respiración. Su tempo, allegro ma non troppo y su compás (4/4)
son una de las combinaciones que mejor aguanta desarrollos épicos y de
larguísima duración. En este caso, la épica es de interior, muy lírica, con un continuo juego de diálogos (de
inmaculado texto) entre los 5 instrumentos, donde la combinación de melodías,
toques y registros obra el milagro. El movimiento se va a los 15 minutos, para
quien esto escribe, los más gloriosos de toda la historia de la música. Desde
que lo escuchara por primera vez en una iglesia de un pueblecito de Soria allá
por 2003 no ha dejado de fascinarme. Juzgad vosotros:
Si bien mi movimiento es el primero, para la
mayoría de la gente la verdadera gema es el Adagio,
el segundo y más solemne de los movimientos, arrebatador, indescriptible. Sus
progresiones, repletas de giros puramente schubertianos
nos dejan muy empequeñecidos pero a la vez plenamente reconfortados. Tal es su
fuerza que el famoso violoncellista Pau Casals pidió que fuera lo último que
escuchara en la vida, el cineasta Jim Jarmusch, en su peculiar oda al arte
llamada Los límites del control, lo
empleó como paradigma de la idea que transmitía su película, y el fabuloso
poeta José Hierro, en Cuaderno de Nueva
York le dedicó un señor poema. Cito algunos fragmentos:
“Franz ―todos― bebe copas, copas, copas
de un oro ajado, de un resplandor marchito,
una luz madura en otras tierras
diluidas en la memoria.
de un oro ajado, de un resplandor marchito,
una luz madura en otras tierras
diluidas en la memoria.
“Paralizado, congelado, el tiempo
va adquiriendo la pátina de estar atardeciendo,
otoñándose sobre el mar,
sobre la muerte, sobre el amor, sobre la música
que se libera, misteriosamente,
de nadie sabe qué prisiones.”
va adquiriendo la pátina de estar atardeciendo,
otoñándose sobre el mar,
sobre la muerte, sobre el amor, sobre la música
que se libera, misteriosamente,
de nadie sabe qué prisiones.”
“La nave fantasmal ―pero real― navega
sobre el amor, sobre la muerte
(también sobre el olvido),
y glisa sobre el arpa de las olas,
navega sobre el agua como el laúd sobre la música
(y es que música y mar tienen el mismo origen).
Este mar lleva dentro mucha música,
mucho amor, mucha muerte.
Y también mucha vida.”
sobre el amor, sobre la muerte
(también sobre el olvido),
y glisa sobre el arpa de las olas,
navega sobre el agua como el laúd sobre la música
(y es que música y mar tienen el mismo origen).
Este mar lleva dentro mucha música,
mucho amor, mucha muerte.
Y también mucha vida.”
Aquí, la
maravilla: http://www.youtube.com/watch?v=oTXch95eT_o
Al igual que ocurrió
con la Sinfonía Incompleta, que se
quedó con dos movimientos y en ello reside todo su encanto, este quinteto
podría no haber tenido una sola nota más y seguiría siendo lo que es. Aun así,
los dos últimos movimientos, menos trascendentes que los primeros, acaban por
virar la pesadumbre de la obra hacia un espectro donde la luz empieza a
preponderar.
El Scherzo pone por vez primera algo de
movimiento e ímpetu en un conjunto que se había caracterizado por el tempo
reposado. Aparecen sonoridades algo más agresivas que Schubert se encarga de
contrastar con maestría mediante un intermedio lento que conecta melódicamente
con el Adagio. Pero donde aquél
revestía sus melodías con tristeza, éste lo hace con poesía. Es dramático, pero
mucho más alentador. E igualmente sublime:
Para demostrar
finalmente que su canto del cisne es esperanzado, Schubert finaliza el quinteto
con un movimiento mucho más ligero que los anteriores, un Allegretto juguetón donde, ahora sí, la tonalidad de Do M se
explota de forma más habitual. Como parte final, tiene mucho de recapitulación
y reminiscencias a lo anterior, pero todo suena ahora con una sonrisa
esgrimida, con la convicción del que no se siente asustado ante el fin porque
sabe que ha cumplido.
A mí, que no
soy Schubert ni José Hierro ni Pau Casals, sólo me queda admirar profundamente
que el Ser Humano pueda haber legado al mundo una obra como ésta. Dado que no
puedo corresponder con algo de su altura, espero al menos habérosla descubierto
o redescubierto para que os acompañe siempre y no deje de haceros pensar que
por cosas como ésta bien vale la pena vivir.
En los siguientes enlaces podeís encontrar el poema de José Hierro completo así como la gran versión del quinteto, interpretada por Isaac Stern, Alexander Schneider, Milton Katims, Paul Tortelier y Pau Casals.