Más de dos meses han
pasado desde que el dromedario diera por última vez señales de vida. Meses en
que asuntos académicos lo han mantenido silencioso e inactivo. Ahora, para
retomar su lúcido proyecto, cree oportuno introducir en él temas nuevos, y
aprovecha la coyuntura preolímpica que vivimos estos días para lanzarse a
publicar una entrada deportiva, algo tan de moda en los nuevos blogs y
publicaciones culturales.
Mi historia con el
deporte ha sido hasta hace no mucho la de un manifiesto desprecio, basado en
dos evidencias: a) no despertaba en mí clase alguna de interés. b) gustaba a
todo el mundo hasta el nivel de lo imprescindible, y no sólo eso, todo el mundo
parecía necesariamente obligado a hablar sobre él. Esto hizo que tratarlo con desdén
pareciese la opción más lógica para marcar la diferencia y, reconozcámoslo,
sentirse un punto por encima de todas esas hordas adoradoras de la competición
física.
Menos mal que el tiempo
me ha enseñado a valorarlo en su justa medida. La forma de vivir el deporte que
tienen determinadas personas que he conocido últimamente (concienzuda, más
emocional que fanática), así como la admirable eclosión española de talentos,
han hecho que hoy día, si bien no soy seguidor habitual de ninguna disciplina
(a excepción del tenis), pueda sentarme a disfrutar de un evento deportivo por
apetencia propia, sin pensar que puedo tener mejores cosas que hacer.
Durante muchos años (no
han sido pocos), sólo ha habido un acontecimiento que esperaba con ilusión y
devoraba con notables ganas: el Acontecimiento por excelencia, los mismísimos
Juegos Olímpicos.
Su genuino carácter
excepcional entre todas las competiciones del mundo puede que fuera la razón
última (única, probablemente) por la que se ganaron mi admiración. Dejando de
lado cosas que siempre me fueron atractivas (su procedencia, del mito casi; su
sino aglutinante, unificador y cosmopolita), al final seguía los Juegos porque
no había (hay) mayor placer que el levantarse en la mañana de los interminables
días veraniegos de vacaciones (entonces lo eran) y encender el televisor para
descubrirte a ti mismo siguiendo con interés competiciones de tiro con arco,
esgrima o taekwondo, protagonizadas por tipos procedentes de Malasia, Antigua y
Barbuda o Turkmenistán. Se aprendía (se aprende) mucho del mundo viendo los
Juegos. Pasar de ver el volleyball a los saltos de trampolín, del lanzamiento
de disco a la gimnasia rítmica garantizaba variado entretenimiento para toda la
jornada, con el añadido de saber además que (en la época anterior a internet y
a la TDT) no volverías a poder ver ninguna de esas cosas durante 4 largos años
en que toda la programación deportiva consistiría en fútbol, fútbol y fútbol (al
respecto de la periodicidad de los Juegos, me gusta pensar en su coincidencia
con los años bisiestos). También, en la época pre-internet, estaba la emoción
de abrir el periódico o poner las noticias para ver si España había arañado
algo en el medallero, ver cómo nos adelantaban países exóticos (Jamaica,
Etiopía) habiendo cosechado menor número de metales, pero de mejor calidad, ver
qué otros peleaban por acabar situados en el Top 10. Misma emoción que se puede
sentir hoy actualizando internet cada segundo, si no puede seguirse lo que pasa
en directo.
A todo ello hay que sumarle los fastos, esas
ceremonias de apertura y clausura que sólo ocurren una vez, donde miles de
mentes creadoras y voluntarios se aúnan para deslumbrar al mundo entero.
Incluso el desfile de atletas, ése que muchos consideran un peñazo, me resulta
a mí sumamente emocionante, al ver cómo un estadio entero se llena de banderas,
colores, luz; donde por unas horas conviven en un mismo espacio personas de
casi todos los países del mundo sin mayor pretensión que la de demostrar
conjunta alegría, belleza, armonía.
El inolvidable espectáculo naval en la ceremonia de apertura de Barcelona 92
Por supuesto, a día de
hoy no se me escapa que la olimpiada tiene otra cara mucho menos amable. Para
empezar, no representa nada diferente para muchos de los propios deportistas, quienes
cobran más en otras competiciones propias de sus disciplinas y para quienes
puede llegar a resultar incluso un incómodo modificador de los calendarios de
la temporada. Para continuar, llevan aparejada detrás toda una maquinaria de
intereses político-económicos que más que desvirtuar su esencia directamente se
la tragan.
Recuerdo estar
visitando Atenas con mi familia en agosto de 2004, una semana antes del
comienzo de los Juegos. Preguntándonos qué sería un edificio que no
identificábamos en el plano, un lugareño se acercó a aclarárnoslo, en perfecto
español (hablaba 16 lenguas aquel tipo). Acabamos conversando con él cerca de
una hora, en la cual tuvo tiempo suficiente para demostrarnos su profunda
indignación con el hecho de que Grecia se metiera en semejante fregado. El
hombre afirmaba que el país gestionaría tan mal el endeudamiento de los Juegos
que acabaría encaminándose a la debacle. En aquel momento lo consideramos algo
exagerado, sobre todo observando lo bien que lucía una ciudad donde cada día se
producían sorprendentes mejoras debido al evento. Ocho años después, parece que
aún se quedó corto.
Miedo da pensar en qué
hubiese pasado si en julio de 2005 Madrid hubiese resultado elegida como sede
para este año, en que ahogados por Europa, el paro, los mercados y sobre todo
por nuestros paupérrimos políticos, para albergar la competición hubiésemos
tenido que aparentar un esplendor del que todos saben que carecemos. Casi más
preocupante es ver cómo la Comunidad de Madrid sigue gastando innumerables
sumas de dinero en intentarlo por tercera vez, ahora que sube sus tasas
indiscriminadamente a la vez que rebana salarios y despide a todo tipo de trabajadores.
Mucho se puede decir
también acerca del gran número de infraestructuras que quedan abandonadas e
inutilizadas después de los Juegos (pabellones, hoteles, vías…), motivo para
que muchos consideren el evento como un despilfarro oportunista más (con su
máximo exponente en las costosísimas ceremonias de apertura y clausura, pasto
ideal para que los dirigentes de turno muestren su más falsa sonrisa). Por no
hablar de las tensiones políticas que siguen latentes pero maquilladas durante
su celebración. Algo que se aprovechó, por ejemplo, para denunciar la falta de
libertad de prensa en Pekín. Retrocediendo mucho más atrás en el tiempo, ya hay
poco más que decir de la ausencia estadounidense en Moscú 1980, de los
atentados de Múnich 1972, de Berlín 1936.
Incluso de una edición tan tristemente ligada a su contexto histórico
como la de Berlín 1936 pueden extraerse imágenes de una espléndida belleza
La Historia nos dice
que en la Antigua Grecia, durante el tiempo en que duraban los Juegos, todas
las polis participaban de una tregua olímpica, esos días no existía la guerra,
no existía la política. Sea esto verdad o no, lo cierto es que representa el
ideal mismo de los Juegos, el mismo que los hace partícipes de esa clase de
milagros que la Humanidad es capaz de generar en contadas ocasiones para
beneficio común. Que haya quienes aprovechen para meter la zarpa y sacar tajada
es consecuencia natural derivada de tener que organizar algo de tal magnitud.
En todas partes cuecen habas.
Pero por encima de eso,
quiero seguir creyendo en la idea que de las olimpiadas nos legaron la Antigua
Grecia y el Barón de Coubertin, quiero seguir pensando que los Juegos Olímpicos
son un motivo de excepción para que por un par de semanas cambie nuestro
espíritu de relación con el resto del mundo y vibremos por medio del deporte,
de la realización del sufrido trabajo de entrenamiento por parte de unos
atletas que sólo buscan la superación de todo, por mucho que sepamos que la
antorcha (ese precioso símbolo) no volverá a dar fuego hasta que transcurran
otros 4 veranos.
Como casi siempre, dejo un pequeño obsequio para todos. Este montaje de Atenas 2004, con la canción de Death Cab for Cutie "Transatlaticism", es una completa maravilla.
http://www.youtube.com/watch?v=MYjNqVC2l0c
http://www.youtube.com/watch?v=MYjNqVC2l0c
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