lunes, 22 de octubre de 2012
jueves, 11 de octubre de 2012
Las Obras de mi Vida (III): Liebesliederwalzer
Tercera entrega sobre aquellas obras que no debéis perderos
Tengo
que reconocer que durante los tiempos de mi formación musical nunca
me sentí especialmente atraído por el género vocal. Ni las piezas
para cantantes solistas ni la ópera conseguían captar mi atención
del modo que lo hacían las obras instrumentales. No es que me
pareciesen inferiores, es que no me atrapaban, hecho al que nunca
concedí demasiada importancia. Sólo los coros, con toda su
magnificencia, se libraban de este desinterés por mi parte.
El
paso del tiempo, por desgracia, no ha modificado sustancialmente
esto. Casi siempre que he de elegir entre varias grabaciones que
puedo escuchar acabo optando por aquellas sin presencia de voz. Pura
manía personal. Creo que dejarse penetrar por los sonidos de la voz
humana y por las formas melódicas propias del canto lírico más
puro requiere una madurez perceptiva que quizás aún no haya
adquirido. Todo ello a pesar de que poco a poco continúo dejándome
seducir por las arias de ópera y ya he caído entregado ante más de
un lied.
Johannes Brahms, protagonista de esta tercera entrega
Por
todo esto que acabo de referir resulta aún más llamativo que los
cuadernos Liebesliederwalzer
y
Neueliebesliederwalzer,
compuestos
ambos por Johannes Brahms, me pareciesen algo de otro planeta desde
la primera vez que los escuché en el Museo de Santa Cruz de Toledo,
creo recordar que en 2002, en un concierto enmarcado dentro del
Festival Internacional de Música de la ciudad. Era uno de los
conciertos a
priori
menores en la programación del Festival. De pequeña escala, en día
laboral y de precio barato, de esos a los que acudía únicamente el
público eventualmente desocupado o musicalmente más interesado. Yo
acudí sin expectativas, deseando sólo conocer obras nuevas y
disfrutar de una agradable velada musical. Hoy todavía lo recuerdo
como uno de los conciertos que más me han sorprendido, llenado,
embriagado. No es para menos, estos valses-canciones
de amor
son de lo más excepcional que se ha compuesto.
"El vals", según un grabado de 1860
En
primer lugar, su morfología es muy particular. Para interpretarlos
hace falta un representante de cada uno de los cuatro principales
timbres vocales (soprano, contralto, tenor y bajo) y dos pianistas,
que tocarán a cuatro manos. Esta clase de instrumentaciones
inusuales pueden derivar en simples caprichos experimentales sin
mayor interés o, por el contrario, en paletas sonoras altamente
atractivas. Llevarlas a efecto, al tener que reunir a los intérpretes
requeridos, hace que no suela ser corriente encontrarlas en programas
de conciertos. Las grabaciones, por lo general, tampoco abundan. Esto
confiere un carácter aún más especial a estas obras, nos permite
apropiarnos
personalmente
de ellas como un tesoro recóndito que quiere y debe ser transmitido
a otros con la misma intimidad con la que tú participas de él.
Liebesliederwalzer op.52, primer conjunto de valses
Las
piezas que integran Liebesliederwalzer
y
su continuación son miniaturas en ritmo ternario (de vals), de no
más de dos minutos de duración, que se van sucediendo conectadas
entre sí en alternancia de tempos rápidos y lentos, así como
dinámicas fortes
y
pianissimos. Sus
textos están tomados de compilaciones de poemas y tonadas a cargo de
Georg
Friedrich Daumer, aunque Brahms reservó a Goethe el privilegio de
poner letra al último de los valses. En la mejor tradición del
lieder
romántico,
estos textos cantan al amor tal y como se entendía en el S.XIX, pero
son un mero soporte para lo que verdaderamente importa aquí: la
música.
Brahms,
compositor que desarrollaba con frecuencia pasajes de extrema
complejidad armónica (y subsiguiente belleza) , no hace aquí
intrincadas progresiones formales, apuesta por la simplicidad. Pero
una simplicidad externa y aparente, ya que se encarga de ornamentar
profusamente su interior. Brahms aprovecha la amplitud de registros
que le concede contar las voces que conforman un coro completo y dos
pianistas para dotar a su obra de la robustez que le caracteriza.
Así, el campo sonoro que abarcan estos valses es amplio y de una
compacidad perfecta. Esta compacidad podría resultar fría si no
estuviese integrada por melodías del más afinado refinamiento, algo
que al compositor no se le escapa. De esta forma, nos vemos atraídos
por un cuerpo melódico de radiante belleza y aspecto ligero. Al
explorar ese cuerpo descubrimos que su belleza no es tan liviana, ni
pasajera. No está hueca, sino que guarda dentro un fondo de
admirable equilibrio. Esta combinación ponderada de encanto exterior
y profundidad interior (no sobra ni falta una sola nota) es lo que
hace que los Liebesliederwalzer
te
seduzcan una vez y desde entonces no hagan más que crecer en cuanto
a la emoción que suscitan. Son piezas harto delicadas y sentidas,
con un montón de recovecos armónicos donde perderse, de giros
vocales que erizan la piel.
Neueliebesliederwalzer op.65
#15: Zum Schluss, sobre un texto de Goethe
#15: Zum Schluss, sobre un texto de Goethe
Os invito a
quedar deslumbrados por el brillo de estas pequeñas gemas, extraídas
de la mejor cantera y talladas en el mejor taller. El resultado es de
la más depurada exquisitez.
Addenda:
Brahms completó su cuerpo de pequeños valses con otro cuaderno de
16 piezas escritas para piano a cuatro manos, sin voz, aunque con el
mismo carácter que los liebesliederwalzer.
Son también algo de lo más extraordinario que puede escucharse. No
los dejéis pasar.
lunes, 8 de octubre de 2012
Rodar por el mundo
Los
que seguís más de cerca mi experiencia vital sabéis que por
primera vez me he establecido por un tiempo fuera de España. Hasta
ahora casi toda mi vivencia en el extranjero había adoptado la forma
del tour
recreativo. Sabéis
también que no acostumbro a aguantar demasiado tiempo en el mismo
lugar sin escaparme, aunque sea por breves periodos de tiempo y a
lugares situados no necesariamente en lo remoto. Viajar es como todo
en la vida, una vez que lo aprecias con un cierto nivel de
profundidad no deja de abrirse el abanico de destinos que descubrir
ni de incrementarse la sensación de que nunca se ha llegado lo suficientemente lejos.
En
mi infancia temprana, apenas levantado solía dirigirme al salón de
mi casa, donde se guardaba a mi alcance un enorme y detalladísimo
mapa de carreteras de la Península Ibérica. Me fascinaba (me sigue
fascinando) ver esa red jerárquica de líneas que adoptaban
morfologías caprichosas, que divergían desde un punto para ir a
encontrarse en otro, conectándolo todo. También sentía ávida
curiosidad por los topónimos, con esos nombres que en ocasiones no
habría inventado mejor el mejor literato, con sus tan diferentes
tamaños, ocupando cada uno un lugar y no otro, con las distancias
inamovibles que habría que recorrer si se quería alcanzarlos.
Llegué a aprenderme el nombre de un enorme número de poblaciones y
a saber situarlas en su correspondiente comunidad y provincia. Me
gustaban esa clase de juegos. Pero el momento culminante de mi
embeleso se producía cuando lo dibujado sobre el papel se traducía
a la realidad: cuando contemplabas el aspecto real de las calles, las
casas, las plazas, iglesias y monumentos de cada lugar (por entonces,
cuando no abundaban las circunvalaciones); cuando de verdad recorrías
aquellas carreteras y topabas con los accidentes del terreno que las
hacían girar, descender y elevarse. Fue ya por entonces cuando
descubrí lo confortable que me era la sensación del traslado, de
los paisajes en movimiento, de las líneas en el asfalto que iban
desapareciendo una tras otra engullidas por la delantera del coche
pero no se agotaban. Tal era mi obsesión por las carreteras que
acabé creyéndome la broma y estudiando para ingeniero.
Portada e interior del mapa que tantas veces abrí y diseccioné durante mi infancia
De
niño tenía las cosas muy claras. Consideraba que había multitud de
lugares que visitar en España y que no hacía falta salir fuera de
sus lindes hasta haber cumplido 18 años, como si trasladarse más
allá fuese un privilegio reservado a la mayoría de edad. Todo ello
a pesar de que en mi mesa ya había un mapa mundi. Afortunadamente
mis padres hicieron caso omiso de esta consideración y en 1996 pisé
territorio francés. Estando allí me chocaron dos cosas: los coches
tenían una matrícula distinta a las que conocía y la gente hablaba
de forma extraña e incomprensible en la calle. Pero por lo demás no
noté diferencia sustancial entre estar en España o estar fuera. No
fue hasta 2001 cuando, siendo más que reconocida ya mi querencia por
el viaje, subí por vez primera a un avión. Fue en Madrid, con
dirección a Budapest. Y comencé a malacostumbrarme. Desde entonces,
a excepción de 2003, he tenido la enorme suerte de visitar al menos
un país nuevo cada año. Dice un amigo mío, aún más afortunado
que yo en esto de cruzar fronteras, que el requisito para saberse
buen viajero es haber pisado como mínimo tantos países como años
se tienen. Toco madera, pero hasta ahora voy cumpliendo.
Un vistazo a mi mapa de viajes actual muestra que hasta ahora no me puedo quejar en cuanto a kilómetros a mis espaldas; pero también la enorme cantidad de espacios en blanco que quedan
Se
habla mucho hoy en día de una pérdida de autenticidad a la hora de
viajar. Hasta determinado punto esto es cierto. El mercado ha
contaminado ya no sólo los lugares emblemáticos sino hasta los
últimos confines, de forma que en todas partes nos asalta a cada
paso un
enjambre de inútiles souvenirs,
muchos
de los cuales además se hallan globalizados: da igual donde te
halles, encontrarás otra vez ese bolso estampado una y mil veces con
el nombre del lugar. Pero es el mismísimo bolso que también
encontraste allí, allá y más allá. Y este ejemplo no es de los
peores. Algunos nostálgicos sibaritas cargan contra las hordas de
turistas que ahogan los lugares más típicos, mentando un pasado en
que se podían pasear y admirar sin colas, empujones ni
interferencias. Otros cargan contra los estrafalarios atuendos que
nos gastamos cuando hacemos turismo, especialmente contra la chancla
y el pantalón corto. Por molestas que sean, no tengo nada en contra
de las hordas de visitantes. Tampoco lo tengo en contra de llevar
pies y piernas al aire (algún día escribiré en enconada defensa de
las bermudas como modelo estético). Si muchos disponen ahora de los
medios para viajar, que viajen, que se muevan, que aprendan de lo que
hay fuera porque no existe mejor escuela. Si el precio a pagar es
atestar monumentos y rincones lo pagaremos.
Otra
cosa es la actitud que demuestren los viajeros, y aquí sí que he de
sumarme a toda protesta. La facilidad para el viaje ha provocado su
pérdida de excepción, de forma que muchos lo utilizan como
prolongación de la vida en su lugar de residencia, o incluso peor,
para traspasar el límite de desmadre que no traspasan en su lugar de
residencia. Cuando en el párrafo anterior hablaba de aprender de lo
que hay fuera, me refería a mantener una actitud abierta y receptiva
mientras se está en el otro lugar. Empaparse del lugar,
inspeccionarlo, filtrarlo de forma que separemos todo aquello que
presenta en común con los demás lugares del mundo globalizado de lo
que conserva de propio. Y por supuesto, desconfiar del negocio del
turismo. Como muchos no tienen ningún interés en aprovechar esto,
pasan por el mundo buscando lo que pueden encontrar en su misma calle
y dejándose tentar por toda clase de ofertas meramente empresariales.
En este proceso de banalización del viaje juega un papel tristemente
importante la tecnología. La fotografía y vídeo digital, en todas
sus formas (buenas y malas cámaras, móviles, tablets y demás
fauna), han hecho un daño mayúsculo al turismo. No me explico cómo
algunos transitan las galerías de catedrales, palacios y museos
observándolas por el ojo de su dispositivo, grabando algo que quizás
ni siquiera vean una sola vez. En estos tiempos de Google Earth y
Street View podemos acceder a detallados recorridos casi por donde
queramos, qué necesidad tendremos de grabarlo nosotros, con ese
tembleque propio de la cámara en mano. Si algo queda de auténtico
en cada sitio es que sus atractivos reales
sólo se encuentran allí. Mejor será palpar la realidad de esos
sitios mientras nos encontremos en ellos de cuerpo presente.
Conste que soy el primero al que le gusta documentar de forma más o
menos completa lo visitado, pero cada vez tiendo más a pensármelo
dos veces antes de pulsar el disparador de la cámara. Prefiero no
saturar innecesariamente mi tarjeta de almacenamiento con estampas
repetitivas, inútiles o impostadas (“tire su foto desde aquí”).
Si quiero aportar mi visión propia acerca del viaje, intento que sea
de verdad propia.
La proliferación de toda clase de dispositivos de captura
de imágenes da lugar a toda clase de situaciones tan curiosas
como lamentables
Al principio mis periplos fueron de tipo organizado y familiar. Por
suerte, mis allegados sabían aprovechar las ofertas valiosas y
prescindir de las que eran simple sacacuartos. Buscábamos aquellos
itinerarios donde abundara el tiempo libre y nos llevaran cómodamente
de un sitio a otro. En los últimos años he planteado mis viajes de
forma diferente. No me preocupa tanto patearlo todo sino paladear lo
pateado. A esto ha contribuido el gozar de amistades diseminadas por
los 5 continentes. Ir a visitar a alguien que vive en un lugar añade
al viaje una especie de cotidianeidad que lo dota de nuevo encanto.
Pareces adentrarte algo más en la vida habitual del lugar, por breve
que sea tu tiempo de estancia, aunque sólo sea por el hecho de
dormir en una casa y no en un establecimiento hotelero. Llega un
momento en que descubres que visitar un sitio ha de ser mucho más
que acercarse a sus emblemas turísticos. Las luces, los cafés, los
mercados, las gentes, los aromas, todo es igualmente estimulante.
Percatarse de esto y valorarlo multiplica el efecto transformador del
viaje.
A veces el alma verdadera de un viaje se concentra en los pequeños detalles.
(Foto de mi autoría)
Ahora
me toca experimentar de primera mano la vivencia prolongada en un
país extranjero, otra forma de viaje. Quién sabe cuál será mi
evolución a partir de este punto. En el mundo de hoy, donde casi
todos se mueven, saltando continuamente, donde puedes conocer y
tratar a toda clase de individuos de dispar procedencia en lugares
igualmente dispares, es delicioso comprobar cómo se derriten las
connotaciones de la palabra extranjero.
Sin
necesidad de poner demasiado de tu parte puedes llegar a sentirte
acogido en cualquier rincón donde te establezcas, desenvolverte
entre la gente que como tú ha ido a parar allí, considerarte y que
te consideren entre iguales. Hoy más que nunca es estúpido no
abogar por el cosmopolitismo. Tenemos el mundo entero a nuestra
disposición. Vayamos a por él.
(foto de autoría propia)
martes, 2 de octubre de 2012
Al crecer, nos dimos cuenta
Nuevo mordisco literario para la revista hypérbole.
http://hyperbole.es/2012/09/al-crecer-nos-dimos-cuenta/
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