Los
que seguís más de cerca mi experiencia vital sabéis que por
primera vez me he establecido por un tiempo fuera de España. Hasta
ahora casi toda mi vivencia en el extranjero había adoptado la forma
del tour
recreativo. Sabéis
también que no acostumbro a aguantar demasiado tiempo en el mismo
lugar sin escaparme, aunque sea por breves periodos de tiempo y a
lugares situados no necesariamente en lo remoto. Viajar es como todo
en la vida, una vez que lo aprecias con un cierto nivel de
profundidad no deja de abrirse el abanico de destinos que descubrir
ni de incrementarse la sensación de que nunca se ha llegado lo suficientemente lejos.
En
mi infancia temprana, apenas levantado solía dirigirme al salón de
mi casa, donde se guardaba a mi alcance un enorme y detalladísimo
mapa de carreteras de la Península Ibérica. Me fascinaba (me sigue
fascinando) ver esa red jerárquica de líneas que adoptaban
morfologías caprichosas, que divergían desde un punto para ir a
encontrarse en otro, conectándolo todo. También sentía ávida
curiosidad por los topónimos, con esos nombres que en ocasiones no
habría inventado mejor el mejor literato, con sus tan diferentes
tamaños, ocupando cada uno un lugar y no otro, con las distancias
inamovibles que habría que recorrer si se quería alcanzarlos.
Llegué a aprenderme el nombre de un enorme número de poblaciones y
a saber situarlas en su correspondiente comunidad y provincia. Me
gustaban esa clase de juegos. Pero el momento culminante de mi
embeleso se producía cuando lo dibujado sobre el papel se traducía
a la realidad: cuando contemplabas el aspecto real de las calles, las
casas, las plazas, iglesias y monumentos de cada lugar (por entonces,
cuando no abundaban las circunvalaciones); cuando de verdad recorrías
aquellas carreteras y topabas con los accidentes del terreno que las
hacían girar, descender y elevarse. Fue ya por entonces cuando
descubrí lo confortable que me era la sensación del traslado, de
los paisajes en movimiento, de las líneas en el asfalto que iban
desapareciendo una tras otra engullidas por la delantera del coche
pero no se agotaban. Tal era mi obsesión por las carreteras que
acabé creyéndome la broma y estudiando para ingeniero.
Portada e interior del mapa que tantas veces abrí y diseccioné durante mi infancia
De
niño tenía las cosas muy claras. Consideraba que había multitud de
lugares que visitar en España y que no hacía falta salir fuera de
sus lindes hasta haber cumplido 18 años, como si trasladarse más
allá fuese un privilegio reservado a la mayoría de edad. Todo ello
a pesar de que en mi mesa ya había un mapa mundi. Afortunadamente
mis padres hicieron caso omiso de esta consideración y en 1996 pisé
territorio francés. Estando allí me chocaron dos cosas: los coches
tenían una matrícula distinta a las que conocía y la gente hablaba
de forma extraña e incomprensible en la calle. Pero por lo demás no
noté diferencia sustancial entre estar en España o estar fuera. No
fue hasta 2001 cuando, siendo más que reconocida ya mi querencia por
el viaje, subí por vez primera a un avión. Fue en Madrid, con
dirección a Budapest. Y comencé a malacostumbrarme. Desde entonces,
a excepción de 2003, he tenido la enorme suerte de visitar al menos
un país nuevo cada año. Dice un amigo mío, aún más afortunado
que yo en esto de cruzar fronteras, que el requisito para saberse
buen viajero es haber pisado como mínimo tantos países como años
se tienen. Toco madera, pero hasta ahora voy cumpliendo.
Un vistazo a mi mapa de viajes actual muestra que hasta ahora no me puedo quejar en cuanto a kilómetros a mis espaldas; pero también la enorme cantidad de espacios en blanco que quedan
Se
habla mucho hoy en día de una pérdida de autenticidad a la hora de
viajar. Hasta determinado punto esto es cierto. El mercado ha
contaminado ya no sólo los lugares emblemáticos sino hasta los
últimos confines, de forma que en todas partes nos asalta a cada
paso un
enjambre de inútiles souvenirs,
muchos
de los cuales además se hallan globalizados: da igual donde te
halles, encontrarás otra vez ese bolso estampado una y mil veces con
el nombre del lugar. Pero es el mismísimo bolso que también
encontraste allí, allá y más allá. Y este ejemplo no es de los
peores. Algunos nostálgicos sibaritas cargan contra las hordas de
turistas que ahogan los lugares más típicos, mentando un pasado en
que se podían pasear y admirar sin colas, empujones ni
interferencias. Otros cargan contra los estrafalarios atuendos que
nos gastamos cuando hacemos turismo, especialmente contra la chancla
y el pantalón corto. Por molestas que sean, no tengo nada en contra
de las hordas de visitantes. Tampoco lo tengo en contra de llevar
pies y piernas al aire (algún día escribiré en enconada defensa de
las bermudas como modelo estético). Si muchos disponen ahora de los
medios para viajar, que viajen, que se muevan, que aprendan de lo que
hay fuera porque no existe mejor escuela. Si el precio a pagar es
atestar monumentos y rincones lo pagaremos.
Otra
cosa es la actitud que demuestren los viajeros, y aquí sí que he de
sumarme a toda protesta. La facilidad para el viaje ha provocado su
pérdida de excepción, de forma que muchos lo utilizan como
prolongación de la vida en su lugar de residencia, o incluso peor,
para traspasar el límite de desmadre que no traspasan en su lugar de
residencia. Cuando en el párrafo anterior hablaba de aprender de lo
que hay fuera, me refería a mantener una actitud abierta y receptiva
mientras se está en el otro lugar. Empaparse del lugar,
inspeccionarlo, filtrarlo de forma que separemos todo aquello que
presenta en común con los demás lugares del mundo globalizado de lo
que conserva de propio. Y por supuesto, desconfiar del negocio del
turismo. Como muchos no tienen ningún interés en aprovechar esto,
pasan por el mundo buscando lo que pueden encontrar en su misma calle
y dejándose tentar por toda clase de ofertas meramente empresariales.
En este proceso de banalización del viaje juega un papel tristemente
importante la tecnología. La fotografía y vídeo digital, en todas
sus formas (buenas y malas cámaras, móviles, tablets y demás
fauna), han hecho un daño mayúsculo al turismo. No me explico cómo
algunos transitan las galerías de catedrales, palacios y museos
observándolas por el ojo de su dispositivo, grabando algo que quizás
ni siquiera vean una sola vez. En estos tiempos de Google Earth y
Street View podemos acceder a detallados recorridos casi por donde
queramos, qué necesidad tendremos de grabarlo nosotros, con ese
tembleque propio de la cámara en mano. Si algo queda de auténtico
en cada sitio es que sus atractivos reales
sólo se encuentran allí. Mejor será palpar la realidad de esos
sitios mientras nos encontremos en ellos de cuerpo presente.
Conste que soy el primero al que le gusta documentar de forma más o
menos completa lo visitado, pero cada vez tiendo más a pensármelo
dos veces antes de pulsar el disparador de la cámara. Prefiero no
saturar innecesariamente mi tarjeta de almacenamiento con estampas
repetitivas, inútiles o impostadas (“tire su foto desde aquí”).
Si quiero aportar mi visión propia acerca del viaje, intento que sea
de verdad propia.
La proliferación de toda clase de dispositivos de captura
de imágenes da lugar a toda clase de situaciones tan curiosas
como lamentables
Al principio mis periplos fueron de tipo organizado y familiar. Por
suerte, mis allegados sabían aprovechar las ofertas valiosas y
prescindir de las que eran simple sacacuartos. Buscábamos aquellos
itinerarios donde abundara el tiempo libre y nos llevaran cómodamente
de un sitio a otro. En los últimos años he planteado mis viajes de
forma diferente. No me preocupa tanto patearlo todo sino paladear lo
pateado. A esto ha contribuido el gozar de amistades diseminadas por
los 5 continentes. Ir a visitar a alguien que vive en un lugar añade
al viaje una especie de cotidianeidad que lo dota de nuevo encanto.
Pareces adentrarte algo más en la vida habitual del lugar, por breve
que sea tu tiempo de estancia, aunque sólo sea por el hecho de
dormir en una casa y no en un establecimiento hotelero. Llega un
momento en que descubres que visitar un sitio ha de ser mucho más
que acercarse a sus emblemas turísticos. Las luces, los cafés, los
mercados, las gentes, los aromas, todo es igualmente estimulante.
Percatarse de esto y valorarlo multiplica el efecto transformador del
viaje.
A veces el alma verdadera de un viaje se concentra en los pequeños detalles.
(Foto de mi autoría)
Ahora
me toca experimentar de primera mano la vivencia prolongada en un
país extranjero, otra forma de viaje. Quién sabe cuál será mi
evolución a partir de este punto. En el mundo de hoy, donde casi
todos se mueven, saltando continuamente, donde puedes conocer y
tratar a toda clase de individuos de dispar procedencia en lugares
igualmente dispares, es delicioso comprobar cómo se derriten las
connotaciones de la palabra extranjero.
Sin
necesidad de poner demasiado de tu parte puedes llegar a sentirte
acogido en cualquier rincón donde te establezcas, desenvolverte
entre la gente que como tú ha ido a parar allí, considerarte y que
te consideren entre iguales. Hoy más que nunca es estúpido no
abogar por el cosmopolitismo. Tenemos el mundo entero a nuestra
disposición. Vayamos a por él.
(foto de autoría propia)
Me hubiera gustado que la entrada mostrara una edición más elegante en cuanto a la disposición de las imágenes, pero uno las edita como quiere para que después blogger las publique como le da la gana
ResponderEliminar