Aún no he
pronunciado la palabra “cine” en este blog, por lo que no encuentro mejor
coyuntura para empezar que ese fácil tema de opinión que cada año son los
Oscar, esos dorados caballeros a los que eternamente juraremos ignorar sólo para
no hacerlo y que nos sigan dando tema de conversación. Quede así inagurada la
tradición de volcar aquí mi parecer sobre cada edición, si es que el dromedario
sigue lúcido y con vida dentro de doce meses.
Los Oscar
poseen un poder único para conseguir que año tras año les sigamos teniendo fe.
No porque sepamos de sobra que el riesgo y la valentía seguirán brillando por
su ausencia dejamos de tener cada vez la vana esperanza de que aparecerán. Y
así, muchos no hacen sino acumular decepciones cuando creo que la actitud
correcta hacia ellos es aceptarlos como son, siempre y cuando no nos quieran
dar gato por liebre como alguna vez ha sucedido.
Permitidme
alargar un poco esta crónica, ya que es la primera, y hacer un repaso a lo que
han sido últimamente estos premios antes de meterme con los entregados el
pasado domingo 26.
La apertura de
miras de la que disfrutó todo Hollywood durante los últimos años 60 y todos los
70 se encargaron de dilapidarla los 80, que le abrieron a la cultura en general
una herida de la que todavía no nos hemos recuperado del todo. Así, durante esa
década y la posterior se impuso un modelo según el cual las películas ganaban
por acumulación: cuanto más grandes fueran, en presupuesto, vistosidad y
longitud, más papeletas tenían para triunfar. Algunas lo hicieron con todo
merecimiento (Amadeus, El último emperador, La lista de Schindler, El
paciente inglés), otras de forma digna y aceptable (Memorias de África,
Titanic) y otras muy injustamente, bien porque competían contra mejores postores
(Bailando con lobos, Forrest Gump, Shakespeare in love), bien porque
eran (y son) intragables (Gandhi, Braveheart). Y no nos olvidemos de que
entre medias también ascendieron al olimpo del Oscar joyas como El silencio
de los corderos o Sin perdón, menores a las anteriores en escala y
considerablemente mayores en cine a muchas de ellas.
En los años en
que empecé a interesarme por esto del cine (principios de los 2000), se dieron
a la vez los últimos coletazos de esta tendencia y un proceso de cambio que nos
daría una enorme satisfacción si lograra asentarse, algo que por desgracia no
sucederá. Muchos críticos comenzaban la cruzada por encumbrar de forma efectiva
el llamado cine independiente, ese que ya aspiraba a los máximos galardones
pero aún no los conseguía, aunque fuera a veces justamente (en 2000, cuando Gladiator
salvó el honor de un año para olvidar, o en 2003, cuando El retorno del rey
cubrió a la saga de Peter Jackson de una gloria que se había ganado por méritos
propios a la vez que cerró esta época de premios de la mejor forma imaginable).
A partir del 2004, con la indiscutible victoria de Million dollar baby,
se inició una nueva etapa en la cual se están imponiendo títulos de menor
presupuesto y ambiciones, algunos verdaderos sleepers de sus respectivas
temporadas, y donde salen premiadas más películas, con menor número de
galardones. Pero a la Academia le sigue faltando ese punto de prestigio que
lograría si fuera capaz de escapar de lo fácil y lo acomodado. En 1999, ganó
una película difícil y magnífica como American Beauty, pero sin nada se
quedaron dos películas aún mejores y más arriesgadas, Magnolia y Eyes
Wide Shut. En 2002, el milagro que supuso ver a Roman Polanski agraciado
como mejor director por El pianista no se completó con un premio a dicho
film como el mejor del año, ganó Chicago. En 2005 nos dieron gato
por liebre haciéndonos creer que eran innovadores al premiar una pésima cinta
de mensaje simplista y montaje tramposo llamada Crash, cuando tenían en
sus manos la hondura cinematográfica y sentimental de Brokeback Mountain.
Y así podemos seguir hasta hoy. Ha habido casos más sangrantes que otros, pero
en general el Oscar, para la película que lo recibe, se ha convertido en un
sambenito antes que en una bendición. Así, crucificamos a gusto films decentes
como No es país para viejos, Slumdog Millionaire o El discurso del
Rey, sólo porque se impusieron a obras mayores como There Will be blood o
La Red Social. Además, en los últimos años la Academia ha sumado a sus
incapacidades la de salir de lo obvio, ayudada por unos galardones previos que
se encaprichan por una sóla película que acaba ganando también el Oscar, y a
veces, un montón más por efecto rodillo (el caso de la película de Danny
Boyle). Es a esto a lo que me refiero cuando digo que debemos aceptar los Oscar
tal y como son. Es decir, olvidarnos de que pueda ganar una película
vanguardista, complicada o molesta y congratularnos si esto llegara a suceder.
Y así llegamos a 2011, donde la historia se ha repetido.
The Artist, flamante vencedora
Es una auténtica
lástima que muchos empiecen a cargar indiscriminadamente contra The Artist
cuando es una película deliciosa, perfectamente adaptada a sus códigos, inusual
y ciertamente notable. Si encandiló en Cannes cuando era una perfecta
desconocida es por su valor cinematográfico real, porque es una obra con
gracia, gusto y alma. Y si ha llegado tan alto merced a un tal Weinstein es
porque ese tal Weinstein le vio un potencial que indudablemente tiene. Que la
Academia la haya elegido a ella sin ser la mejor película del año no debería
desviarnos del hecho de que algo está cambiando. Aceptamos que vende y hace
estadísticas eso de que no ganaba una muda desde 1929 o no ganaba una
en blanco y negro desde 1993. Pero por encima de eso, The Artist es
francesa, la primera cinta de producción no estadounidense que llega a la
cumbre de los Oscar, la prueba de que ya es efectivamente posible que
otras cinematografías del mundo pugnen con garantías por el premio dorado de
Hollywood. Es muy posible que en mucho tiempo esto no vuelva a suceder, pero
tendremos (de nuevo) la vana esperanza de que pueda ser.
Si de algo
tenemos que quejarnos, es de que una vez más quede aparcado el riesgo. The
Artist es fácil, amable y para todos los públicos. Es moderna en tanto que
sabe adaptar a nuestro tiempo las características de su antigüedad y
juega hábilmente con ellas. Pero en el fondo, su historia es lo de siempre.
Es por eso que molesta que no triunfase El Árbol de la vida, título que
si bien no considero merecedor de tal honor, habría dejado al mundo cinéfilo
más satisfecho en general y habría sido artísticamente más lógico, y conste que
The Artist me parece mucho mejor. Puestos a premiar una película
“extranjera” (y entro en el terreno del delirio personal), que hubieran metido
ahí a Melancolía, la verdadera mejor película del año. O quedándonos en
casa, Un método peligroso, film incómodo y tan sutil que muchos no han
llegado a entenderlo en profundidad. Que ninguna de estas estuvisiese ni
nominada extraña bien poco, siendo realistas, films de estas características no
pueden ganar.
Otra de las
incapacidades de la Academia es la de reconocer que no siempre la mejor
película es la mejor dirigida, y viceversa. Sirva como ejemplo esclarecedor que
este año había un trabajo de dirección portentoso (el de Nicolas Winding Refn)
para una película muy discreta (Drive). La manía sistemática del Oscar
por premiar casi siempre el binomio film-director ha llevado a disparates como
el del pasado año, con Tom Hooper pasando por delante de un David Fincher estratosférico.
El trabajo de Michel Hazanavicius para The Artist, aun sobrado de
elegancia e inteligencia, no es ni mucho menos el más valiente y completo de la
temporada. Además, mucho me temo (y espero equivocarme) que los últimos
directores laureados (Boyle, Bigelow, Hooper y Hazanavicius) no van a dar de sí
mucho más en sus carreras como para hacer valer realmente ese Oscar. Tampoco
quiero decir con esto que se deban premiar las trayectorias antes que el buen
trabajo para una película concreta (fui el primero que se alegró infinitamente
cuando Martin Scorsese recogió su premio en 2006, aun cuando ese año había otro
trabajo admirable y maestro, el de Alfonso Cuarón para Hijos de los hombres,
que por supuesto no fue ni nominado), pero sí incidir en que la Academia parece
tener un pésimo ojo para destacar a aquellos autores que verdaderamente merecen
la pena y no se quedan en flor de un día.
Meryl Streep, 29 años después de su último Oscar
Lo mismo puedo
decir de aquellas películas mediocres o directamente malas que todos los años
acaban ganando uno o varios premios. Ésta vez le ha tocado a La Dama de
Hierro, nada menos que dos premios. No porque Meryl Streep se fuera
mereciendo ya un tercer reconocimiento deja de recibirlo por un film muy flojo.
No por mimetizarse físicamente con un
personaje real lleva un mejor maquillaje. Los apartados técnicos suelen
adolecer de un inmovilismo que premia todo aquello que es más vistoso y
aparente: los maquillajes recargados, los vestuarios de época, las direcciones
artísticas con decorados abundantes e irreales, el sonido en películas donde
priman los efectos...cuando en realidad los mejores son aquellos que mejor se
adapten y complementen al conjunto del que forman parte y no tengan que pasar
necesariamente por encima de él. Con todo, los de este año no han estado mal,
habiendo recaído principalmente en Hugo y The Artist, bien
dotadas en estos aspectos.
Otra de las
cosas que debería cambiar la Academia es el gesto políticamente correcto de
incluír actores afroamericanos en el palmarés, aunque no lo merezcan realmente.
Que Morgan Freeman ganara en 2004 era algo incontestable. Pero premios como los
de Jennifer Hudson en 2006 o Mo'nique en 2009 (actrices de las que por cierto,
nadie se acuerda ahora) ponen de manifiesto que la Academia quiere contentar a
todos consiguiendo muchas veces no contentar a nadie. Este año la cuota la ha
cumplido Octavia Spencer. No he visto Criadas y señoras, así que no
puedo opinar mucho más al respecto.
Jean Dujardin, mejor actor protagonista
Siguiendo con
los actores, debo decir que me alegro mucho por Christopher Plummer con su
Oscar cuasi honorífico. Jean Dujardin, estupendo en The Artist, se ha
visto beneficiado por el favoritismo de su película, cuando el gran papel del
año era el de un excelso George Clooney en Los descendientes. Pero lo
que de verdad es objetivamente criticable en esta categoría fue la ausencia de
Michael Fassbender en Shame, otra de esas películas brutales e incómodas
que no han olido ni una mísera candidatura. No lo veo superior a Clooney, pero
debió haber estado ahí.
En cuanto a
los guiones, nuevamente la única queja posible es la desgana de la Academia
para devanarse un poco los sesos. No por previsibles son menos merecidos los
premios a Midnight in Paris y Los descendientes, pero sólo ver
que el libreto de Nader y Simin: una separación era candidato hace
pensar por qué ha de costar tanto que gane el mejor. Esta última película,
suprema en todos los aspectos, se ha llevado con toda justicia el galardón de
habla no inglesa. Sentido común, nada que objetar.
Los descendientes,
los talentos de Alexander Payne y George Clooney unidos
Por último, un
pequeño apunte al respecto de la película de animación, donde gran parte de los
medios patrios se han deshecho en elogios hacia una película, Chico y Rita,
que no trataron ni la mitad de bien en el momento de su estreno, ya se sabe
cómo funcionamos en este país. He llegado a leer incluso que es más original
que la ganadora, Rango. A dónde estamos llegando. Nada que objetar
tampoco a que haya conquistado el cabezudo un post-anti-western genuino y
absolutamente refrescante (lo que no era la película de Trueba, y eso que no
está nada mal).
Acabo aquí
este largo paseo de opinión sobre estos Oscar 2011. El año que viene volveremos
a discutir ampliamente sobre ellos como si nos jugáramos la vida. No ganarán
los mejores y nos quejaremos. Pero los seguiremos queriendo igual.